septiembre 09, 2009

A solas contigo Caramelo

Este es un homenaje a un caballo que me ha visto crecer como jineta, que me ha enseñado de su tranquilidad, su paciencia, su humildad y de su coraje. A un caballo que se ha ganado el respeto de todos en la Escuela y del que he aprendido muchas de las cosas que en este blog se tratan. Un homenaje a un representante de éstos majestuosos seres.

El día
Por fin había llegado, después de un año, el día tan esperado, tan esperado para volver a reunirme contigo, para volver a estar a solas contigo.

Esa mañana del tres de marzo, al abrir los ojos la primera imagen que colmó mi mente fue la tuya, la de tu cuerpo acaramelado, la de tus ojos miel, la de tus grandes y fuertes cascos apoyándose en el aserrín del picadero.

El tres de marzo, ha sido quizá, uno de los días más largos de mi existencia, pues desde muy temprano contemplaba la imagen de volver a estar contigo, de volver a sentirte, pero todo dependía de una llamada, de una llamada en la tarde que daría fin a tantas ansias.

De sólo pensar en ese momento sentía que el corazón me latía tan fuerte que se iba a parar y en mi estómago revoloteaban mariposas, como esas mariposas que sentimos cuando vemos la persona que nos gusta.

La llamada
Y así fue, a eso de las tres de la tarde sonó el teléfono y salté de la cama como un rayo:
- Aló.
- Buenas Tardes, por favor Helena.
- Sí con…con ella.

En ese instante creí que mis piernas no iban a resistir, las sentía moviéndose de aquí para allá y casi ni podía respirar.
- Llamo para decirle que su operación no le impedirá montar más de ocho días.
Ahí sentí nuevamente que mi alma volvía al cuerpo, colgué el teléfono rápidamente y casi sin darme cuenta estaba llamando a mi escuela para decir que por fin volvía a encontrarme con ellos.

Apenas colgué el teléfono, por segunda vez, vi que mis manos temblaban como jamás lo habían hecho y al mirar el reloj sentí una profunda angustia, pues sólo habían pasado diez minutos desde la primera llamada y yo sentía que era una eternidad, una eternidad para volver a estar contigo.

Esperé ansiosamente a que pasara cada hora, cada minuto, cada segundo, mientras tanto, seguía admirando en los recuerdos de mi mente tu belleza y cada una de esas mágicas partes que te conforman: tu cara, tu cuerpo, tus patas, tus manos, tus cascos y tu hermoso e inmemorial pelo.

La esperada hora
Por fin llegó la hora. A las 4:00 de la tarde, empecé a ponerme nuevamente el traje, la camisa, las botas, los britches.
Cada una de esas piezas me las puse como si jamás lo hubiera hecho, y, a las 4:30 comencé a bajar ese kilómetro que me separa de ti. En sólo diez minutos ya estaba allí, parada de frente a ese portón majestuoso y a esas escaleras, que hoy, eran interminables.

Subí cada una de ellas pensando en verte, en tocarte, en acariciarte, en sentirte nuevamente. Atravesé el picadero, ascendí a las caballerizas y allí estabas. Parado justo ahí, ahí enfrente mío.
De tu cuerpo salía luz como la que sale del sol todos los días, de tus ojos salía un brillo como el que jamás había visto y con tu mirada me decías tantas cosas…sentía que me reconocías, que sabías que allí estaba. Corrí a abrazarte y me abalancé sobre ti como nunca lo había hecho, aprecié tu larga cola, tus ágiles orejas, el centelleo de tus ojos; deslicé cada uno de mis dedos por entre tu frondosa crin; acaricié tu firme cuello y miré imperturbablemente tu larga cara.

Bajamos al picadero para ser nuevamente uno sólo; para ser nuevamente un binomio. Caminamos lentamente y en cada uno de esos pasos, mientras te saludaba con palmaditas en el cuello. Sentía una profunda paz interior.

Ya en el picadero
A medida que pasaba el tiempo nos compenetrábamos cada vez más, tus dulces batidas al galope me hacían sentir segura y me relajaban el cuerpo desde la punta del pelo hasta las puntas de los pies; ese espectacular, pero a la vez indescriptible olor que emanaba de tí me hacía sentir que estaba viva y traía a mi memoria todos esos recuerdos de mi niñez; corriendo en la finca, descalza; montando a caballo, en el molondro (así se llamaba) y especialmente me revivía la imagen de mi abuelita, en su hamaca, con uno de sus pies por fuera, comiendo mango y leyendo un libro a través de sus grande anteojos.

Mientras, me dejaba llevar por ti, sentada en tu lomo. Todos estos recuerdos, vivencias y sentimientos se entrelazan unos con otros para sacar de mí todo aquello que me turbe y así sentir que volvía a nacer, que mi cuerpo se liberaba de tanto estrés y de tantos sucesos que a diario nos hacen olvidar muchas de las cosas que nos gustan y nos hacen felices, como montarme en tu lomo cada tarde para sentirme libre, para sentir que vuelo.

Después del trabajo...
Después de una hora de fantástico trabajo en equipo, los dos comenzamos a sentir el cansancio y caminando lentamente nos estiramos poco a poco.

De nuevo toco tu pelaje y te doy palmaditas en tu robusto cuello, no sólo para despedirme, sino también para agradecerte por tu impecable trabajo y por la terapia, que sin darte cuenta, le regalas a todos aquellos que en tu lomo llevas.

Así pues, con todo el entusiasmo y el agradecimiento, te quito con mis propias manos cada una de las vendas que recubren tus fuertes patas y las protegen de cualquier accidente, te desatalajo suavemente; acariciando tu gran pecho y por último te doy en la palma de mi mano un puñado de “cuido” para agradecerte tan maravilloso trabajo. Y tú, cosquilleándome, pasas tu inmensa lengua por encima de la palma de mi mano de una forma más que especial para luego mirarme fijamente y decirme todo lo que me dices a través de tu brillante mirada.

Por el camino, entre las caballerizas, veo como te alejas lentamente y como vas dejando a tu paso ese resplandor tan característico de tu ser. Y al ver como te escondes en lo oscuro de la noche respiro tranquila, pues sé, que en pocos días estaré nuevamente a solas contigo, a solas contigo caramelo.

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